Durante la mañana todos estos chiquillos han estado de pantalones cortos y buscando a quién hacer víctima del agua. En el centro de la plaza una fuente de agua limpia los abastece y en el momento en que las chicas se ven frente al grupo de muchachos, estas tienen una razón menos para quejarse. Ciertas mujeres -las más adultas y melindrosas- prefieren llenar las bateas y dejarlas al sol para que se entibie el agua y luego jugar con su familia dentro o apenas a las afueras de la casa. Pero algunas familias, las más alegres, quizá las más antiguas, optan por la plaza y la calle, prefieren perseguir y ser perseguidos para mojarse. Hasta hace no mucho, no había las licencias de agua limpia y tibia con que mojar a las damas especiales; era precisamente a ellas a las que se arrastraba hasta la acequia más cercana y allí se las bañaba. Yo recuerdo de niño haber ayudado en esas tareas de llevar una tras otra a las chicas al agua turbia y fría destinada para las chacras. Pero en épocas aún más antiguas, la de nuestros padres y seguramente la de la viuda, el juego de los carnavales era necesariamente al lado del canal de agua. Grupos enteros de amigos o familias se aproximaban hasta la zona del punk’e para jugar hasta que el frío o el hambre arreciaran.
En su mayoría, esos mismos chiquillos de balde en mano, bien comidos, son los que ahora están preparándose para formar parte de la pandilla que durante toda la tarde bailará y visitará las calles principales del pueblo. Y aunque por el traje bicolor rematado de cascabeles, la máscara y el tongo pueda creerse que se trata de payasos —de hecho, es así como los más chicos ahora los llaman— estos más bien deben de tener una lejana relación con el demonio medieval que en la Italia del siglo XVI se terminó por llamar arlequín. Lo cierto es que de graciosos payasos no tienen casi nada. Tengo el vívido recuerdo de un carnaval en que la pandilla del pueblo vecino acorraló a un joven y lo hizo bailar al doloroso ritmo de los látigos. Por eso, desde esa época, cada que los mirábamos llegar por alguna de las cuatro esquinas de la plaza de La Tomilla, corríamos presurosos a ocultarnos a las casas. Y también por eso —pleitos personales, líos por mujeres, tierras mal delimitadas— es que las pandillas de la Acequia Alta —el pueblo vecino— y La Tomilla, cada que coincidían, reavivaban sus viejas rencillas. Cuentan los viejos que en sus épocas había ocasiones en que incluso dejaban los látigos y todo lo que estaba a mano era escudo propicio para la arremetida. Y aún hoy, hay que decirlo, este carnaval tan vistoso y lleno de orgullo arequipeño, de cultura e identidad conserva sus pequeñas riñas.
Pero a la hora en que las guitarras, las mandolinas y los charangos empiezan a marcar el ritmo todo queda relegado y simplemente estos son viejos carnavales para nuevas pandillas. Como antaño los bolsillos de los trajes son llenados con polvos o mixtura y el cuello rodeado de serpentina. Las viejas y nuevas coplas corren, el cuerpo se mueve y cada vez con más fuerza el grito de ¡Apujllay! invade la calle.
Carnavales para la viuda
Este año ya no está, pero delante de la comparsa solía encontrarse bailando y cantando con voz única a La viuda. Sus piernas blancas contrastadas con los tacos, falda y blusa negra, hacían de la comparsa aún más divertida. A él era a quien las señoras le daban los cogollos de chicha, las botellas de cerveza y las copas de trago. Era una fiesta verlo con su bolso de flores amarillas, lleno de polvos y mixtura para reabastecer a los chicos que bailaban en el centro de la calle con las muchachas más bonitas que con la música y el baile coqueto se acercaban.
Y no se cansaba, seguía erguido bailando hasta la noche en que llegábamos nuevamente a la plaza del pueblo para beber unas cuantas copas antes de ir a descansar el cuerpo molido por el largo trajín del día.
Hace dos o quizá más años fue la última vez que lo vi vestirse con sus trapos y salir con nosotros a bailar ese único día de carnavales. Si lo hubiera sabido, me habría acercado a él para tomarme una foto junto con mis demás primos, para luego poder mostrar a los más chicos y a los amigos de afuera que aquel viejo que durante más de 50 años salió en carnavales con vestido negro y maquillado, existió, y era nuestro abuelo.
TEXTO: Arthur Zeballos | Publicado en el número 460 de Semanario El Búho, del 6 de marzo del 2011