A usted puede pasarle, como a otros, tal vez en Buenos Aires, en París o en otras ciudades.
Entra a un café. El filo de la medianoche divide el tiempo. Al otro lado de los grandes ventanales caminan los seres de la noche, lejanos, misteriosos, pintados por las luces de la calle como sombras fugaces.
Por fin llega ella. Se sienta con un mohín, lo mira y dice:
—Me pedís un café.
Y usted sabe que allí empieza el drama que imaginaba, como un destello premonitorio, desde que percibió en ella algo, difuso, raro.
En otro momento, en ese mismo café, había poesía, fe y se podía adivinar afuera el resplandor de un nuevo día, anunciando esperanza.
Raúl Isman ha escrito un pequeño relato de antología sobre uno de esos momentos de felicidad en que el futuro no existe, del que tomo dos párrafos:
“Un café es un café, pero con ella es más que una golosina; es el espacio compartido que nos da una noche especialísima por ser, ella y yo, ángeles paganos y lujuriosos, recorriendo invisibles la ciudad.
“Sus manos, su mirada, sus dichos y sus silencios me acompañan cuando estoy solo. Son las diez de la mañana. Afuera, el sol acaricia la ciudad dormida un domingo invernal. Llamo al mozo. Un café, un peso. Un café, un peso, un dólar; la convertibilidad. Pagué y me fui a dormir, caminando por Rivadavia.”
(Amanecer de una noche agitada en Muerte súbita, Buenos Aires, 2006).
Pero hoy es diferente.
El mozo trae el café. Luego ella lo mira, y a sus ojos se asoma el desenlace que usted temía.
En 1963, Cátulo Castillo escribió un poema sobre esta escena. Lo tituló El último café. Se lo llevó a Héctor Stamponi y este, fascinado, le puso la música. Salió uno de los más bellos tangos.
El último café
Llega tu recuerdo en torbellino,
vuelve en el otoño a atardecer
miro la garúa, y mientras miro,
gira la cuchara de café.
El último café que tus labios con frío,
pidieron esa vez con la voz de un suspiro.
Recuerdo tu desdén,
te evoco sin razón,
te escucho sin que estés.
“Lo nuestro terminó”,
dijiste en un adiós
de azúcar y de hiel…
¡Lo mismo que el café,
que el amor, que el olvido!
Que el vértigo final
de un rencor sin por qué…
Y así con tu impiedad,
me vi morir de pie,
me vi en tu vanidad
y entonces comprendí
mi soledad sin para qué…
Llovía y te ofrecí,
¡el último café!
Y, ahora, ofrézcase el placer de escuchar este tango cantado por Julio Sosa.
Y si quiere escucharlo por la cantante húngara Katica Illényi, aquí lo tiene:
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